lunes, 5 de septiembre de 2016

Unas por Otras

A Mariano lo habían llamado así –o bautizado si se quiere– según las exigencias de sus abuelos.  Ahora, 18 años después, Mariano había decidido cambiar su nombre. Había esperado la edad suficiente para legalizar el acto. Se escandalizaba al leer La Biblia y ver nombres tan hermosos, excepto el suyo. Hubiera preferido llamarse Jacobo, Salomón o Baltazar. Pero no. Justo tuvo que ser Mariano. Simplemente no le gustaba. “Que no y que no”, decía. Tenía ese no sé qué que tienen los nombres feos pero que nadie puede señalar con certeza. Bueno, tampoco pensaba que fuera un nombre guiso o algo así. Sólo no le gustaba y ya. El porqué era una pregunta que poco valía la pena. Sin embargo, estaba harto de que le preguntaran siempre lo mismo. Y es que el tipo siempre que conocía a alguien nunca se presentaba. Usaba las fórmulas del “hola, ¿qué tal?” y el “¿qué hubo qué más?”. Pero todo el mundo se quedaba esperando a escuchar su nombre y como él no lo decía, terminaban por preguntarlo. Si se lo decían a un amigo, la respuesta era “se llama Mariano, pero no le gusta que le digan así. Ni idea por qué”. Si le preguntaban a él, para ahorrarse las malas caras, inventó que así se llamaba su peluquero. Pero muchos decían que eso no terminaba de contestar la pregunta.

A pesar de su nombre, Mariano fue un tipo suertudo. Él decía que la única manera de compensar ese espantoso nombre era esa suerte con la que había nacido. Las “nenas” le llovían como agua. Pero, por lo general, era un hombre pasajero. Sus relaciones terminaban cuando a alguna se le daba por decir que le encantaba su nombre y paila. La vuelta se caía. Y extrañamente, eso siempre pasaba. No sólo extraño, le emputaba. Tenía ya una regla para descartar mujeres: si le gusta mi nombre, suerte. Así, no era raro escucharlo decir “si la vieja odia el Mariano, me caso con ella”. Una fórmula que, por supuesto, nadie creía. Para él, fantasear no estaba ligado necesariamente con el sexo. Él fantaseaba con que una mujer lo llamara con otro nombre. Por eso en las discusiones con los amigos, a él no le parecía grave que una vieja lo llamara por otro nombre (como en un desacierto infiel), pues le satisfacía la idea. Ese era más o menos su imaginario de orgasmo.

Mariano siempre sentía envidia del nombre de sus amigos. Justo él no tenía de amigo a Juan, Santiago o Andrés, sino que sus panas se llamaban Darío, Gustavo Adolfo y Daniel Ricardo. Toda una maravilla, según él. Creo que más allá de ser un problema para él, se convirtió en una pesadez. “¡A Mariano le gusta mi nombre ja ja!”.  Todos se burlaban. Y él por supuesto se quejaba. Se quejaba en el colegio, en la calle, en la casa. Tanto que su madre siempre le decía, “¡Ay, Cielo! Unas por otras”. Él metía sus manos en los bolsillos, renegaba con la cabeza y “con esa mamá, pa’ qué juguetes…”. Pobre tipo, estaba desesperado por cumplir los dieciocho.

Todos saben que uno no se pone su apodo. A mí, por ejemplo, mis panas me llaman Kiko por un cachetón de una comedia mexicana de los noventa. Pero de algún modo, Mariano convenció a sus amigos de que no lo llamaran por su nombre, sino que le dijeran Nano. Y pues Nano no lo convencía, pero, según él, aguantaba. A pesar de que el apodo no cumpliera con su imaginario de orgasmo, ni se pareciera a Isaac, Jeremías o Andariel, al menos era fácil de repetir. No sé cómo hizo para lograr que sus amigos le dijeran así. Si yo fuera pana de él, yo lo llamaría siempre Mariano. Por joderlo, no sé. Pero creo que llegó el punto que sus amigos sintieron algún tipo de compasión y optaron por decirle Nano.

Sin embargo, la estrategia no funcionaba con sus amigas. Las mujeres eran renegadas con esa idea del “Nano”. Bueno, no todas, la mayoría. En especial, las que le llamaban la atención. El man a veces era promiscuo. No le importaba repartir pico como loco. Algunos le decían Nano el Marra… Pero a él le parecía gracioso. Es más, hacía lo que fuera para que jugaran con su nombre. Le fascinaba escuchar el “Nano el Marrano” o el “Nano come banano”. Le causaba bastante gracia. Quién sabe qué hizo para que lo llamaran por todos esos apodos.

Así, pasó un buen tiempo sin que Nano escuchara de nuevo su nombre. Tanto que cumplió 18 años y lo recordó. Tuvo que ir a la registraduria y sacar su cédula. Y cuando la vio, recordó absolutamente todo. “Es tiempo”, dijo. Leyó La Biblia a ver con cuál nombre se quedaba, y por fin decidió su nuevo nombre. Ahora sí se empezaba a sentir el orgasmo. Nueva vida, nuevo nombre. Ahora sólo pensaba que ya no iba a sentir envidia del nombre de sus amigos. Ya quería escuchar a las “nenas” decir cuánto les encantaba su nombre. Relamía su boca de sólo imaginarlo. Pronto dejaría de llamarse Nano.

Mariano hizo todas las vueltas necesarias y ahora sólo faltaba la firma del registrador del pueblo. Alguien le había dicho que era amigo de sus abuelos, entonces los llamó para pedirles que intercedieran para conseguir una cita lo más pronto con él. Y así fue. Hoy mismo tenía la cita. Se vistió con la ropa conquista tipas que tenía, lustró sus zapatos, se peinó el copete y se afeitó el bozo. El man se vistió de galán para su nueva cédula.

Sus abuelos le comentaron que la vuelta no debería demorarse más de diez minutos. “Mijo, sólo vaya, salúdelo de nuestra parte y firme”. Mariano estaba ansioso. Sólo pensaba que esos diez minutos iban a ser los más eternos. Llegó a la registraduria y allí lo hicieron seguir a la oficina del registrador.

– Hola, joven. ¿Qué me lo trae por aquí? – dijo el viejo, entre carrasperas y flemas duras de tragar.

– Buenos días, mucho gusto. Vengo a cambiarme el nombre. No sé si mis abuelos…

–¡Ah, sí, sí! Tus abuelos, tus abuelos. ¡Cómo iba a olvidar a mis mejores estudiantes! Sí, ellos me dijeron que ibas a venir. Pero, dime, ¿por qué te quieres cambiar el nombre?

–Porque no me gusta.

–Ah, ya veo. Y cuéntame cómo te llamas.

–Me llamo Mariano.

–Uy, ¡justo como yo!

miércoles, 17 de agosto de 2016

Humos en las Sombras

La mujer de los parques vacíos
Me susurra que vaya con ella,
Que me pierda en la noche
Siguiendo sus pasos.

Detrás de los árboles se oculta.
Sus pianos y sus flautas me llevan,
Me atraen. 
Corre y se oculta,
Y yo persigo su sombra, 
Como el humo a la ciudad
Cuando se desmorona.






viernes, 6 de mayo de 2016

Mentiras

Que no queda nada, nada más. Eso dicen. ¿Por qué lo dicen? Se cagan las pelotas cuando lo repiten. Una mentira repetida mil veces. Hasta la gente la cree y tal. Como si fuera una frase de cajón, de esas certeras que dicen las abuelas que lo cohíben a uno de apostar los huevos y que resultan en viles patrañas. Yo no me dejo meter los dedos en la boca. No soy de esos que creen que dios hizo el universo y tal. Sólo creo en paradojas y en el oxímoron. Obras de arte, sí. Grandes retos para desperdiciar nuestras vidas pensando y pensando. Prefiero apostar el pensamiento que vivir ligado a una mentira. No quiero ser de esos esclavos que viven en cavernas que sólo creen que existen las sombras. Qué mayor miedo que ese. Por eso arden los ojos cuando se mira al sol por primera vez. La verdad duele, sí, pero no espanta. Es de esos puñales que gustan, porque rasgan las entrañas pero liberan el veneno que fluía en las venas. No soy supersticioso, pero sí dudo. Dudo de las causalidades y de las coincidencias. A pesar del pensamiento, siempre existe la magia que me dice que hay algo más.

sábado, 19 de marzo de 2016

Multiverso

Yo, casa sola, hogar vacío. No sé por qué sigo apostando. Quizás ya perdí. Quizás mis sentimientos quebraron. Pienso que los dados están truchos, las cartas repetidas. No puedo contar, no puedo calcular. Sólo puedo lanzarme al vacío a ver si la alcanzo, a ver si doblo la apuesta. Diez de la noche. Los tragos son caros, las nenas vacías y los relojes de oro. Toda una fantasía. Mesas verdes, trajes elegantes, zapatos bien lustrados. Sólo escucho voces, sólo verborrea. 2 a 1, la casa siempre gana, huir o arriesgar. "Nunca toques las cartas", dicen, "no son mujeres". Muevo el techo corredizo. Voy de mesa en mesa aprendiendo. Veo viejos verdes que le apuestan las prendas a las dealers. Calvos majaderos, perros nauseabundos. "Ajá, y ¿cómo es que consiguen ganar?". Se meten la mano al bolsillo y sacan el engorroso fajo. Le apuestan a obtener la misma como si eso fuera posible. Como si pudieran dividir el tiempo en dos, como si pudieran ver detrás de las uñas. Traigo una mesa, el cenicero y la música... Pero, también pierden. También son humanos, humanos como yo. Ellos tienen el fajo y yo el olfato. Yo puedo decirles cómo ganar. Pero se atreven a perderlo casi todo hasta el golpe de suerte. Yo no puedo con eso. Yo no soy de esos lucky-guys que son de la capital y visten de negro. Quisiera vestir de negro. Quisiera apostar el llanto de esta soledad. La música. Les pregunto que qué tal, que cómo va ese juego. Me escuchan, no me miran. Claro, qué van a mirar a este culicagado. Cómo si un cagón como yo les enseñara qué es el 21 y cuál es a muerte. Ellos saben, no son brutos. Ellos también son esteparios, lobos solitarios.  Me siento en la mesedora, saco fuego y enciendo un magarro. Me lanzo a la mesa. "Deme, venga". Primera: seis rojo. Segunda: tres negro. Pido una más, obviamente. Tercera: "cinco rojo". Mierda, aún me falta. Golpeo con los dedos la mesa. Cuarta: "ocho negro". Me fui. No sé por qué sigo apostando. Ya no tengo nada. Ya perdí el juego. Lo acompaño con cerveza y con eterna soledad. ¿Quinta?

Mundos

De nuevo estoy meditándolo todo. Ahí estoy sobre la cama con melancolía de medianoche. Los ecos del pasado y el futuro impiden que concilie el sueño. Puedo inventar lo que sea que destruya el sueño. Prefiero divagar en esos mundos que salir de ellos. Hay placer y dolor en inventar. Es el gusto por clavarse puñales donde más duele. La claustrofobia es el dolor. Ahí me encuentro en un irremediable conflicto entre odio y deseo que soy incapaz de controlar. De cierto modo, no puedo evitar que aquellos misterios surjan, pues mi naturaleza los recrea. Mas todos ellos provienen de una causa real, de ella. Siempre una mujer particular. De ella siempre nacen aquellos saudades que me inundan de una profunda nostalgia cuando me abstraigo en paraísos inexistentes. Pero, tampoco puedo controlar la causa. Más todavía si hay un vínculo que nos une; una inevitable necesidad de encontrarnos y actuar como si nada… Como si nada hubiera pasado. Allí queda un pasado que nos marcó, para bien o mal. Allí se mantiene encerrado en nuestras posiciones. Yo me abstengo, pues el vínculo puede volverse incómodo. Ella… No lo sé. En esta situación no puedo dejar de inventar e inventar.

Aquel y Yo

Tuvo que sentir el horror de haberse dado cuenta tarde del pecado que había cometido. Pensaba que todo hasta ahora había sido pura casualidad. Así que trató de negarlo todo hasta darse cuenta de su argumento vacío con rabia e ira. “Es que duele caer en la trampa”, decía. Pero en realidad no era una trampa. Lo sabía muy en el fondo. Sabe que tuvo en parte la culpa y que la indiferencia no lo salva. Fue aterrador saber cómo la gente lo miraba, abanicando sus cabezas con un gesto de reprobación. “¿Cómo pudo ser que hiciera esto?”, decían. Sus caras parecían como si hubieran presenciado algo de no creer, impensable. Y es que decían muy en serio, en secreto, lo repugnante que había sido la tardanza. “Hasta un ciego lo hubiera visto antes”, se murmuraba. Ahora aparece con cara de “yo no fui” y perdido. Estaba perdido en lo que nadie desearía jamás perderse. Él también se reprobaba, sí, hacía los mismos ademanes y todo. Se observaba diciendo “¿cómo gran putas pudiste?”. Ya parecía uno de ellos, uno de sus detractores. “Sinvergüenza”, “güevón”, decía. Y es que cómo es que alguien es así… Así tan él, tan inocente y majadero, un insensible consciente. ¿Cómo fue que pasó? De verdad parece de no creer. Es como para hacer una historia y contarla de bar en bar a ver si hasta a los borrachos les parece ficción o qué. Él lo sabe y eso es el origen de la cólera. Una indiferencia eterna hubiera sido decepcionante pero nunca repugnante. Pues de ignorancia se vive y se mastica. Se muerde el polvo de la mentira como la manzana más podrida. Pero ni se siente, solo vive. Ahora no paro de observarlo a ver con qué sale, esperando que de algún modo le valga mierda y olvide. Así de fácil sería girar la cabeza y olvidar esas voces, esos rostros de abanico. Ya hasta un coro de recriminación debe de oír en su cabeza. A veces esas voces aniquilan. A veces uno escucha un imbécil que lo sermonea en los sueños y habla de uno en tertulias. A veces uno las escucha cuando se mira en el espejo.