martes, 25 de agosto de 2020

Jerónimo

De las últimas cosas que recuerdo, en su avanzado estado de enfermedad, fue cuando tomó vuelo y se alzó sobre el regazo de mi hermana al verla llorar de rabia, de impotencia, de saber que hace unos días todo estaba bien y que de un momento a otro el espíritu de su hijo se había apagado. Lo que no tiene nombre es la muerte de un hijo.Me parte el alma, Juan, me parte el alma no sentirlo— gritaba mientras su hijo moría entre sus brazos. Y sus ojos grandes y negros tan abiertos, no había forma de cerrarlos, como si quedara algo pendiente. Yo puse la mano en su pecho para responderle a mi hermana. No me salían las palabras, porque eran tan devastadoras. Todavía (y quién sabe por cuánto) soy incapaz de decirlas sin sentir un puñal en el corazón.—Está muerto— le dije con un abrazo. Y lloramos. 

No tiene nombre porque es injusto ver un hijo morir. La naturaleza nos dice que somos nosotros primero, ¿no? Que aún les falta caminar más por esta vida, ¿no? Que aún quedan preguntas por formular y responder. Pero la verdad es que todas las especies tenemos reloj distinto. Y por más padre que sea yo, él ya caminó por este mundo más que yo.  Caminó mi mundo a diario, de patas a cabeza. Me conoció de once años y me esperó todos los pocos momentos que le dije que me esperara, que me iba a recorrer otros pueblos, que volvía pronto. Y siempre lo hacía, y lo primero que hacía era buscarlo a él, para comprobar su eterno cariño, su movimiento de vaivén de patitas único que hacía cuando estaba juguetón, porque ningún viaje era completo sin sentir su ausencia. Porque es mi perrito, mi niño, todo lo más lindo de mi vida que se fue de viaje.