A
Mariano lo habían llamado así –o bautizado si se quiere– según las exigencias
de sus abuelos. Ahora, 18 años después,
Mariano había decidido cambiar su nombre. Había esperado la edad suficiente
para legalizar el acto. Se escandalizaba al leer La Biblia y ver nombres tan
hermosos, excepto el suyo. Hubiera preferido llamarse Jacobo, Salomón o
Baltazar. Pero no. Justo tuvo que ser Mariano. Simplemente no le gustaba. “Que
no y que no”, decía. Tenía ese no sé qué que tienen los nombres feos pero que
nadie puede señalar con certeza. Bueno, tampoco pensaba que fuera un nombre
guiso o algo así. Sólo no le gustaba y ya. El porqué era una pregunta que poco
valía la pena. Sin embargo, estaba harto de que le preguntaran siempre lo
mismo. Y es que el tipo siempre que conocía a alguien nunca se presentaba.
Usaba las fórmulas del “hola, ¿qué tal?” y el “¿qué hubo qué más?”. Pero todo
el mundo se quedaba esperando a escuchar su nombre y como él no lo decía,
terminaban por preguntarlo. Si se lo decían a un amigo, la respuesta era “se
llama Mariano, pero no le gusta que le digan así. Ni idea por qué”. Si le
preguntaban a él, para ahorrarse las malas caras, inventó que así se llamaba su
peluquero. Pero muchos decían que eso no terminaba de contestar la pregunta.
A
pesar de su nombre, Mariano fue un tipo suertudo. Él decía que la única manera
de compensar ese espantoso nombre era esa suerte con la que había nacido. Las
“nenas” le llovían como agua. Pero, por lo general, era un hombre pasajero. Sus
relaciones terminaban cuando a alguna se le daba por decir que le encantaba su
nombre y paila. La vuelta se caía. Y extrañamente, eso siempre pasaba. No sólo
extraño, le emputaba. Tenía ya una regla para descartar mujeres: si le gusta mi
nombre, suerte. Así, no era raro escucharlo decir “si la vieja odia el Mariano,
me caso con ella”. Una fórmula que, por supuesto, nadie creía. Para él,
fantasear no estaba ligado necesariamente con el sexo. Él fantaseaba con que
una mujer lo llamara con otro nombre. Por eso en las discusiones con los amigos,
a él no le parecía grave que una vieja lo llamara por otro nombre (como en un
desacierto infiel), pues le satisfacía la idea. Ese era más o menos su
imaginario de orgasmo.
Mariano
siempre sentía envidia del nombre de sus amigos. Justo él no tenía de amigo a
Juan, Santiago o Andrés, sino que sus panas se llamaban Darío, Gustavo Adolfo y
Daniel Ricardo. Toda una maravilla, según él. Creo que más allá de ser un
problema para él, se convirtió en una pesadez. “¡A Mariano le gusta mi nombre
ja ja!”. Todos se burlaban. Y él por
supuesto se quejaba. Se quejaba en el colegio, en la calle, en la casa. Tanto
que su madre siempre le decía, “¡Ay, Cielo! Unas por otras”. Él metía sus manos
en los bolsillos, renegaba con la cabeza y “con esa mamá, pa’ qué juguetes…”.
Pobre tipo, estaba desesperado por cumplir los dieciocho.
Todos
saben que uno no se pone su apodo. A mí, por ejemplo, mis panas me llaman Kiko
por un cachetón de una comedia mexicana de los noventa. Pero de algún modo,
Mariano convenció a sus amigos de que no lo llamaran por su nombre, sino que le
dijeran Nano. Y pues Nano no lo convencía, pero, según él, aguantaba. A pesar
de que el apodo no cumpliera con su imaginario de orgasmo, ni se pareciera a
Isaac, Jeremías o Andariel, al menos era fácil de repetir. No sé cómo hizo para
lograr que sus amigos le dijeran así. Si yo fuera pana de él, yo lo llamaría
siempre Mariano. Por joderlo, no sé. Pero creo que llegó el punto que sus
amigos sintieron algún tipo de compasión y optaron por decirle Nano.
Sin
embargo, la estrategia no funcionaba con sus amigas. Las mujeres eran renegadas
con esa idea del “Nano”. Bueno, no todas, la mayoría. En especial, las que le
llamaban la atención. El man a veces era promiscuo. No le importaba repartir
pico como loco. Algunos le decían Nano el Marra… Pero a él le parecía gracioso.
Es más, hacía lo que fuera para que jugaran con su nombre. Le fascinaba
escuchar el “Nano el Marrano” o el “Nano come banano”. Le causaba bastante
gracia. Quién sabe qué hizo para que lo llamaran por todos esos apodos.
Así,
pasó un buen tiempo sin que Nano escuchara de nuevo su nombre. Tanto que
cumplió 18 años y lo recordó. Tuvo que ir a la registraduria y sacar su cédula.
Y cuando la vio, recordó absolutamente todo. “Es tiempo”, dijo. Leyó La Biblia
a ver con cuál nombre se quedaba, y por fin decidió su nuevo nombre. Ahora sí
se empezaba a sentir el orgasmo. Nueva vida, nuevo nombre. Ahora sólo pensaba
que ya no iba a sentir envidia del nombre de sus amigos. Ya quería escuchar a
las “nenas” decir cuánto les encantaba su nombre. Relamía su boca de sólo
imaginarlo. Pronto dejaría de llamarse Nano.
Mariano
hizo todas las vueltas necesarias y ahora sólo faltaba la firma del registrador
del pueblo. Alguien le había dicho que era amigo de sus abuelos, entonces los
llamó para pedirles que intercedieran para conseguir una cita lo más pronto con
él. Y así fue. Hoy mismo tenía la cita. Se vistió con la ropa conquista tipas
que tenía, lustró sus zapatos, se peinó el copete y se afeitó el bozo. El man
se vistió de galán para su nueva cédula.
Sus
abuelos le comentaron que la vuelta no debería demorarse más de diez minutos.
“Mijo, sólo vaya, salúdelo de nuestra parte y firme”. Mariano estaba ansioso.
Sólo pensaba que esos diez minutos iban a ser los más eternos. Llegó a la
registraduria y allí lo hicieron seguir a la oficina del registrador.
–
Hola, joven. ¿Qué me lo trae por aquí? – dijo el viejo, entre carrasperas y
flemas duras de tragar.
–
Buenos días, mucho gusto. Vengo a cambiarme el nombre. No sé si mis abuelos…
–¡Ah,
sí, sí! Tus abuelos, tus abuelos. ¡Cómo iba a olvidar a mis mejores
estudiantes! Sí, ellos me dijeron que ibas a venir. Pero, dime, ¿por qué te
quieres cambiar el nombre?
–Porque
no me gusta.
–Ah,
ya veo. Y cuéntame cómo te llamas.
–Me
llamo Mariano.
–Uy,
¡justo como yo!